Por Ernesto Montero Acuña

Tiritaban frente a la carretera intransitada. Esperaban que tal vez Wílber los dejara entrar a  tomarse unos tragos. Mas, los atemorizaba la presencia de los militares, que venían por las noches con el mismo chiste abusador de siempre.

–Vamos, circulen, circulen, que no quiero verlos cuando dé la vuelta –decía uno de ellos, volteándose sobre sus talones. Completado el giro, le preguntaba al que le quedara enfrente:

–¡Ah!, ¿pero no te dije que no quería verte cuando diera la vuelta? –y ahí mismo le sonaba la galleta, si quería.

Esto contaba Salvador sobre su país, cuando estaba en la fase inicial de una vejez prematura y deambulaba, noctámbulo, por las callejas de tierra bordeadas por viviendas de impasibles moradores. Algunos se rebelaban hasta cuando sus cadáveres aparecían al borde de los caminos, las carreteras, los vertederos.

El parte oficial decía luego: “Fue detenido el autor de varios crímenes en esta localidad. Se encuentra en el vivac municipal, de donde se le trasladará oportunamente al tribunal para su enjuiciamiento ejemplar. Se notificará la sanción”. Días después, en otro comunicado, se reportaría en muchos casos que el autor de aquellos crímenes “se suicidó, ahorcándose, en el escusado del vivac el día antes del juicio, se supone que por temor a la ejemplar sanción que podía esperarle. Se investiga el caso”.

Salvador indagaba sobre el asunto, impelido por su curiosidad justiciera. Pero sus amigos le aconsejaban estarse como “Tatequieto”, porque se lo iban a bailar un día.

Así que cuando los guardias venían, él también comenzaba a caminar de lado, como los cangrejos, mirándolos muertos de risa por el chiste del compañero que había dado la galleta la noche que fuera, tantas veces repetida.

Salvador retornaba ahora, después de muchos años, y recordaba a los de entonces. Por ejemplo, a la mujer desolada del bar poseída con asombro bajo un árbol de la quinta El Cerro, desaparecida ya, como ella. El puente, el arroyo, las calles polvorientas, las casas ruinosas, todo se lo representaba, como en el tango de la frente marchita y las nieves del tiempo.

–Acaben de irse pa’l carajo, ¿o ustedes no saben que no pueden estar haciendo esquina? –decían los militares aquellas terribles noches.

“Nos dispersábamos en grupo”, pensó, “y nos despedíamos con el acostumbrado nos vemos mañana, esperanzados en que se nos otorgara un día más de vida”.

Pero la última noche fue distinta. La patrulla no vino, los borrachos con sus mujeres no aparecieron y ellos se aburrieron, preguntándose por qué estaban así, desolados, si era día de fiesta.

–Será por el frío –dijo entonces, por hablar.

–¿Tú eres bobo? –respondió uno–: Lo que pasa es otra cosa, pero no se puede hablar.

–¡Bah! ¿Qué puede ser si no el frío? –insistió.

–Caballeros, no se lo digan a nadie, pero la cosa está mala –dijo alguien.

–No sean bobos… Mi padre dice que lo que se está preparando es grande –replicó Leovaldo, hijo del capitán, hermano del teniente y cuñado del sargento.

Los demás no respondieron. Pero si a este se le iba por ahí que estaban hablando de esto, entonces sí que los partían.

–¡Qué jodíos estamos! Día de fiesta y sin dinero –protestó Gil, de la familia de Los muchos.

–Y en mi casa no hay nada –dijo Musaraña, el del tic.

“Ni en la mía tampoco”, recordaba Salvador muchos años después, mientras rememoraba. Ya los viejos estarían durmiendo aquella noche y, cuando llegara, la bronca con su padre iba a ser tremenda, por andar de noche por ahí, con las cosas como estaban.

Aquella noche los demás dijeron más o menos lo mismo. Solo con mirar el barrio y sus calles desoladas y las casas bajas y oscuras, uno se daba cuenta de que nadie estaba para fiestas.

–Y no pasa ni un carro –dijo él y añadió: –Si al menos vinieran los guardias.

–Sí, para cagarnos en sus madres –respondió Idelfenso e inmediatamente miró a Leovaldo, disculpándose: –Compadre, es que no me acordaba, y la noche está mala.

–¿Qué ustedes creen si nos vamos a robar naranjas? –dijo él, una mezcla de adulto rejuvenecido o de adolescente en tránsito hacia la vejez. En su caso, nunca se sabía.

–¿Adónde? –preguntó Edgardo.

–Por mi casa –le respondió.

–Esta noche eso no sirve; déjenlo para otro día –respondieron otros.

–¿Y qué vamos a hacer? –preguntó.

–Irnos para el carajo –dijo Jesús y salió camino de su casa.

–Yo no me voy –dijo Salvador y otros lo secundaron.

Sólo quedaba pedirle a Wilberto, el dueño del bar, que les permitiera beberse cinco pesos entre diez. Fueron al mostrador, desde donde él observaba la carretera, aburrido también.

–¿Qué quieren? – preguntó.

–Wilbe, déjanos pasar a tomar unos tragos – pidió Idelfonso.

–Ustedes saben que no pueden… Son menores –respondió.

“Yo no”, lo iba a contradecir él. Pero sus padres le imponían el mayor hermetismo sobre su insólita condición, debido a una enfermedad indescriptible o a un milagro incalificable, para lo cual no se tenía respuesta en el país ni dinero para investigarlo en el Norte, donde quizás se pudiera.

Sobre esto su padre decía: “Se lo saben todo porque se llevan de todo el mundo a todo el que sabe”.

Le insistieron a Wílber hasta cuando les permitió pasar, advirtiéndoles que si venía la ronda militar dijeran que habían entrado escondidos.

–¡Bárbaro! –gritó Pedro Pablo–: Eres el padre de todos nosotros.

–No jodas –replicó–, que yo no he andado con tantas putas en mi vida.

Entraron contentos, pero terminaron mal. Idelfonso y Leovaldo, que al final no parecía tan guapo, discutieron porque este no podía permitir que a su padre le dijeran hijo e’puta. Después de esto, Wilbe los botó, y empezaron a desperdigase con el habitual nos vemos mañana.

Poco más adelante, Leovaldo les dijo a Lázaro, Orosmán y Salvador que por qué no iban a la casa de la Marquesa, a ver si les tiraba unos pesos y podían hacer algo. Tenía un bar de mala muerte, como todos decían, atendido por sí mismo, un dependiente enfermo de los pulmones y una mujer, trigueña y joven, que abandonó la prostitución porque la operaron de allá abajo y empezó a convivir con el despachador tuberculoso.

La Marquesa se regalaba aquella noche y apenas vio entrar a Leovaldo comenzó a decirle “ay, mi niño, cuántos días sin verte, ¿tan mal te ha ido?, mira que te he esperado”, y cosas así, mientras que el amigo no sabía ni adónde meterse. La anfitriona o anfitrión le dijo que viniera para enseñarle unas cositas nuevas del cuarto; que no se apuraran, si todavía era temprano, mijitos, y aquí pueden pasarla bien. Sabían que era mentira, porque sus padres les decían que no fueran al bar aquel, donde cogían a los muchachos para cosas malas.

–Ven, vamos al cuarto– le dijo a Leovaldo y este lo siguió, mientras hacía una seña con las manos a la espalda, frotándose los dedos índice y pulgar, como si indicara dinero. Eso pensaba.

La habitación de la Marquesa era apenas un cuartucho detrás del bar, al que se llegaba por un pasillo lateral. Cuando se perdieron de vista, los otros los siguieron y observaron cómo cerraban la puerta, que filtraba rayos de luz. Sigilosamente  se acercaron ellos para ver cómo Leovaldo le espantaba aquello a la Marquesa, para que luego no pudiera desmentirlos.

Pero las cosas no salieron cómo pensaban. El primero en asomarse fue Salvador y vio como la Marquesa o Marqués se le pegaba a Leovaldo por detrás y se removía despacito, de arriba abajo y a los lados, y lo abrazaba por la cintura, y Leovaldo no hacía nada por zafarse. Cuando más le decía, a veces bajito, que los otros estaban por allá afuera y los iban a oír… Que mejor él venía más tarde, cuando se fueran. Sin embargo, el otro no cedía y le susurraba mientras le quitaba la camisa, siempre situado a la espalda; y le desabrochaba el pantalón, y le bajaba los calzoncillos, y lo acostaba de espaldas, y le hacía aquello que nunca los otros se imaginaron que fuera posible, mientras Leovaldo mordía la almohada, en cuatro, como decían que el padre le hacía a presas inocentes.

Cuando terminaron, Leovaldo le tendió la mano al Marqués, pidiéndole “cinco pesos” –decía—, que el otro le había prometido antes de entrar. Entonces aquello se vino todavía más abajo para él, porque la Marquesa respondió con un “de eso nada, mijito; los cinco pesos eran si tú me lo hacías. Pero al revés no se vale. Así que mira a ver si para la próxima te va mejor. Para mí tú tienes más alma de que te cojan que de coger”.

Los otros se fueron corriendo hasta el salón y al rato Leovaldo salió amasándose la cosa por encima de la portañuela para hacerles pensar en su papel de aquella noche al revés de cómo había sido. Seguro por eso su padre le prohibía, cuando estaba en casa, salir con los amigos.

Al Salvador no se le olvidaba la tarde en que el capitán cogió en la calle al hijo, dando vueltas en bicicleta con un socio. El guardia fue pegándole puñetazos desde el portal hasta la cocina, mientras él le gritaba al otro que se fuera, seguro por vergüenza, y que luego se verían, y seguía reculando –reculando, esa era la palabra- hacia la sala y más atrás, hacia el fondo del chalé. En su rostro se reflejaba el terror o una vergüenza muy grande. Del capitán, el teniente y el sargento se decían horrores.

La golpiza fue terrible. Pero bien claro se lo había dicho Roberto, el mecánico de bicicletas, a Salvador: “Muchacho, con esa gente no te metas, porque te matan; fíjate bien, te matan, y no apareces más nunca”. Esta otra noche, sin embargo, cuando Leovaldo se le acercó, Salvador no le tuvo lástima. Lo miró nada más y se fue junto con los otros, que no podían creerlo.

Al otro día, Gil y Salvador recorrían la ciudad en bicicleta para ver si alguien les tiraba algo por un mandado. Las vías estaban desiertas y a nadie se le ocurría pedirles nada, y fue entonces cuando aquella rubia salió desaforada gritando por la calle Progreso, donde vivían y trabajaban las que llamaban mujeres de la vida.

–¡Piró el tirano… Se fue! –vociferaba.

Su audiencia era cada vez mayor, mientras aportaba los detalles. Seguro Leovaldo se quitaba de encima los piñazos del padre y los abusos de la Marquesa. Pero no fue como Salvador pensaba.

En enero fusilaron a sus parientes, luego del juicio en que los condenaron. Por entonces habían coincidido los dos en el mercado, como si nada hubiera sucedido.

– ¿Qué haces? –preguntó Salvador.

–Vengo a comprar –dijo.

–Ah, sí…

–Vamos a hacer una comida en casa –respondió.

–Bueno, tú sí tienes que celebrar… –comentó.

–Es que nos vamos mañana.

– ¿Quiénes? ¿Adónde?

–Mi hermana, mi madre y yo.

Salvador les deseó buen viaje e iba a concluir, cuando el otro le preguntó:

–¿Quieres irte?

–¿Adónde?

–Conmigo.

No quiso ofenderlo y le dijo mirando para otra parte:

–No soy la persona que podrías llevarte –. Esperó una respuesta, pero Leovaldo no le respondió.

Prrecisamente este Año Nuevo, un amigo le comentó:

“¿Sabes quién falleció? Laovaldo… Dicen que de frío”.

“Sí, allá es fuerte el invierno”, contestó como si nada.