Todo hombre es el hombre.

J. P. Sartre       

Por Ernesto Montero Acuña       

Salvador vivía por entonces días de imprecisable juventud y casi nadie se acordaba ya de los diagnósticos adversos. Ni él mismo, hasta cuando penetró en un hospital para dementes que lo retrotrajo de pronto varios años.

Ver a Mirabal y sentir que el pasado se revolvía entre los dos fue casi lo mismo. Los ojos de su amigo se conservaban mustios como antes. Se mecía lentamente en un pasillo del sanatorio y la aprensión se le enroscaba en algún lugar recóndito.

–¡Concho, tú eres Mirabal! –le dijo Salvador caminando hacia él.

Después iniciaron un diálogo en que las respuestas del otro se tornaron cada vez menos explícitas. Lo observó como buscándole algún rencor y le preguntó lo único que podía ocurrírsele:

–¿Trabajas en el hospital?

–No. Soy paciente –le dijo Mirabal y a seguidas inquirió: -¿Y tú qué haces?

–Trabajo… una investigación.

Antes, Mirabal lo enmascaraba todo con la risa. Mas ahora se vía apocado, como mustio, aún ocultando toda la verdad. Parecía no imaginar que Salvador la sabía desde una tarde de cólera.

–La ciencia lo resolverá –le dijo a Piña cuando se lo contó.

Mas, hoy descubrió la magnitud de su error. ¿Quién iba a saber que algo no funcionaba bien en su compañero? Hasta le parecía verlo cuando marchaban por la ciudad, entre consignas y cantos, hacia la estación ferroviaria. Iba detrás con los más bulliciosos, aquel día en que la gente los veía pasar y se hacían más hombres.

A Salvador no le gustaban el choteo y el desfile comparsero, pero reconocía que muchos se jugaron la vida cantando un guanguancó. Por entonces Mirabal era de estos.

El tren partió por la madrugada. A poco, el hambre y el cansancio los amodorraron y el sueño los venció. A veces, él u otro gritaban por la ventanilla al pasar por los pueblos y enseguida se formaba el coro de nombres, apellidos y adioses, hasta volver al adormecimiento.

De todo se acordaba después de ver a Mirabal. La primera montaña en la lejanía, las nubes que la cubrían, la alegría porque estaban llegando, y el miedo a lo ignoto. ¿Resistiremos?– se preguntaba y cada duda se diluía en la risa y se imponían al final los cantos de la época, más bien de la épica.

Así llegaron al poblado de su destino, junto al río. Se apareció un militar que les habló de las dificultades por venir, y los camiones los condujeron luego por un terraplén extraviado entre montañas y entrecruzado por ríos de aguas claras. Avanzaban entre el polvo y el agua sin saber adónde terminaba aquel viaje prolongado en un vigoroso camión serrano.

El sol los hacía sudar y pegaba a la piel el caqui grueso de los uniformes. Cuando los vehículos se detuvieron frente a la tienda que llamaban El jigüe, alguien les dijo que subieran por un trillo que había enfrente y que más arriba los esperaban.

–¿Los camiones no pueden subir? –preguntó Mirabal.

–A mí me dijeron que hasta aquí –contestó el chofer.

–¿Y quién nos indica? –prosiguió él, indeciso.

–No sé… Alguno que irá delante –le respondió el otro antes de encender nuevamente el motor.

Marcharon cuesta arriba, sin saber cómo ni adónde terminaría aquello. Junto a Salvador caminaba un gordito que en el primer kilómetro se desmayó. Sudaba a cántaros y Salvador y Mirabal le cargaron la mochila, y lo ayudaron, sin saber tampoco hasta cuándo aguantarían. Piña se mantenía ahí, cansado y entero. Así llegaron hasta lo que creían el fin del viaje. Se tiraron bajo los árboles a observar las nubes, mientras esperaban a un guía.

Se les habían agotado las canciones y recuperaban fuerzas para lo que viniera. Les dijeron que el gordito se había rajado.

–Yo no sigo –le había dicho a Mirabal.

–¿Cómo que no sigues?

–Sí, me quedo aquí, o vuelvo, pero no sigo –insistió.

–Tú eres un rajao, chico… Pero si ya llegamos, ¿cómo no vas a seguir? –le respondió.

Mirabal y Piña trataron de convencerlo, pero no lo consiguieron. Salvador pensó ahora que tampoco habría aguantado lo que vino después en manos del guía Remigio.

–¿Ya pueden seguir? –fue su presentación.

–Cuando usted diga –respondió Mirabal.

–Andando, pues –respondió antes de que pudieran preguntarle si faltaba mucho.  

A Salvador le inquietaba saber hasta cuándo podría continuar. Todos estaban al límite cuando Remigio les preguntó, al anochecer, si querían bañarse en el río, un poco más allá. Se lanzaron al agua, desnudos, y más tarde se fueron acostando uno a uno o en grupos en la orilla, bendecidos por la naturaleza.

Con la noche, las lomas resultaron más altas y el esfuerzo mayor. Algunos resbalaban, caían, lanzaban improperios y continuaban, preguntando a cada rato que cuando llegábamos a ese lugar que decía Remigio. Ascendían por un trillo patinoso cuando escucharon estallidos como disparos. El guía los tranquilizó:

–Es el foete de un arriero. No se asusten –dijo y continuó subiendo.

Ya ni siquiera les importaba llegar, sino mantenerse, cuando el que los conducía les dijo:

–Llegamos… Descansen.

Se tiraron bajo las estrellas, sobre un secadero, y quedaron rendidos. Por la madrugada los despertaron para que comieran, pero preferían dormir. Luego vinieron meses duros. Todas las mañanas Salvador se preguntaba cómo descendería por la tarde aquellas pendientes pedregosas y resbaladizas –como de jabón— con un peso que los arrastraba hasta el fondo de los barrancos y los obligaba a sujetarse del primer árbol que les ofreciera algún asidero.

Con el tiempo amanecieron con la guerra nuclear sobre sus cabezas, y Mirabal volvió a portarse valiente. El dueño de la casa dijo que seguro vendría una invasión y los mandarían a buscar para que la pasaran con sus familias.

–Aquí, ¿qué van a hacer? –remató.

–¿Nosotros? Alzarnos –respondió él.

No fue necesario y los días continuaron agotadores. Quizás ese haya sido el esfuerzo que Mirabal no soportó. Algo venía como castrándolo, aunque sólo ahora lo supiera Salvador, cabalmente. Siempre los siguió como el que más, incluso la vez que atravesaron veinticuatro veces un río, aunque ya no estuviera igual. Perseguían a los asesinos de un maestro.

Abundaban los disparos y Mirabal se quedó como rígido, indefenso casi, detrás de un peñasco que lo protegía. Salvador pensó que habían herido a su compañero y él no podría auxiliarlo desde donde se encontraba. Pero el otro se repuso y al final capturaron a los bandidos.

Si se hubiera dado cuenta de la razón de lo sucedido entonces, nada habría ocurrido una tarde posterior en la cocina, y él no tendría que arrepentirse ahora.

Hoy dudó un instante acerca de si Mirabal lo recordaría. “Ha pasado tanto tiempo”, pensó, “que tal vez me haya olvidado”. Pero prefirió enfrentarlo, caminar hacia él y decirle de repente:

–¡Concho, tú eres Mirabal!

–El mismo. Y tú, ¿te acuerdas? –le respondió aquel.

–Más de lo que supones.

–Yo también.

Por el diálogo desfilaron lugares, tiempos, amigos… Algo quedaba por decir, aunque quizás ninguno de los dos quisiera revolver el viejo rencor de un instante.

–Tengo que irme –había dicho Mirabal una tarde mientras comían.

–¿Adónde? –preguntó Salvador.

–A mi casa… Me voy.

–¿Y no vuelves? –le insistió.

–No puedo… –dijo y trató de explicarse, pero el otro lo interrumpió:

–¿Ahora que estamos terminando? –le preguntó y dijo una mala palabra que lastimó a su amigo, porque entonces aquel se alzó sobre la mesa, con el plato sobre una de sus manos, mientras sus ojos azules se extraviaban.

A pesar de su apariencia de intelectual pacífico, Salvador levantó el taburete, enfurecido también, y dijo que iba a lanzárselo en el momento en que el otro caía de espaldas. Se le abalanzó gritándole: –¿Y tú eras quien le decía “rajao” al gordito aquél? Pero mira que eres… –y continué vociferando malas palabras, hasta cuando Piña gritó: –Aquí el que se faje tiene que enredarse conmigo –, y Salvador se contuvo.

Mirabal parecía como muerto en el suelo. Salvador pensaba que se estaba haciendo, “si no lo había tocado”, y salió de la cocina murmurando que este era más cobarde de lo que creía.

Piña lo siguió hasta el cafetal y le explicó que Mirabal había tenido un ataque por su culpa, es decir, de Salvador.

–¿Por qué no dijo que estaba enfermo? Podíamos ayudarlo –le respondió a su amigo.

–Me dijo que no lo contara… –dijo Piña y se fue por la pendiente.

Nunca más hablaron acerca de Mirabal. Pero este otro día se le revolvió todo al verlo en el hospital y nuevamente buscó un mínimo resquicio para salir de su confusión sobre lo que un hombre no puede y acerca de la incapacidad de los demás para comprenderlo.

Tal vez Salvador requiriera comprensión también. Por entonces no conocía su verdadero estado ni los límites de Mirabal, un hombre ya en el final del camino. Se despidieron con el convencional hasta siempre, aunque en su caso equivaldría a más nunca.